Cristina Guillermo
Hoy me despertó la culpa. He asesinado a una vieja usurera. Sentí el filo penetrar su cráneo. Tuve que matar a su hermana también. Arrojé el arma al río que rodea la ciudad. He olvidado si me deshice de un hacha, un cuchillo o un revólver. Da lo mismo. No importa el arma, lo que importa es el crimen y el castigo.
La primera vez que supe de la fuerza corrosiva de la culpa fue a través de Dostoyevski; fue también la primera vez que supe del perdón. Atravesé la novela con el alma en un hilo, me adentré en la mente oscura de un asesino. En ese momento me vi homicida. Crimen y castigo se volvió para mí, más que un modelo de narrativa rusa decimonónica, una verdad humana; es por eso que estaré eternamente agradecida con Fiódor.
¿Por qué leemos profesora? ¡Nos aburre leer! No sé si me dan ternura o rabia esos ojitos de quienes no han sido tocados por la gracia. Alguna vez dije a una clase que debido a los libros he estado cerca de un asesino, que he entendido lo que es matar a un ser humano sin necesidad de hacerlo, y que me he sabido perdonada antes de mi muerte. Creo que esta verdad que respalda mi experiencia lectora es inapropiada para un adolescente… pero lo dije. Lo dije porque me salió del alma, y porque las razones para leer que se dan desde la academia muchas veces me resultan simples y vacuas. Leo porque leer me hace más humana, porque me permite entrar en lugares insospechados, a veces peligrosos y a veces deleitables; porque a través de los otros, me reconozco; porque el mundo me aburre y me es insuficiente. Por eso leo, y también escribo.
Hace unos días recordé algo de mi infancia: solía caminar sobre la cornisa de una azotea, cogida del alambre de las jaulas donde se tiende la ropa para que se seque. Caminaba lento y volteaba al vacío, amaba esa sensación que produce el peligro en el estómago. Pero estaba segura. Mis manos eran la garantía. Mis manos y el alambre firmemente tejido. Leer es como arrojarse con arnés al vacío. Es una experiencia vital donde la muerte, la conciencia de su posibilidad, le da sentido a la existencia. Leer es un deporte extremo. Me he vuelto extrema en estos riesgos, los de la palabra, pues como dice Anne Dufourmantelle: “nos agarramos de la convicción heroica de que las palabras nos salvan si las hacemos nuestras” (127).
¡Cuántas veces he sido salvada por las palabras de otros! Lo que para unos resulta una pérdida de tiempo en cosas inútiles, para mí significa la fortuna de entrar en contacto con lo esencial. Valoro la lectura, porque valoro al ser. No ha sido fácil convencer a mis alumnos de esto, son una minoría los que se arriesgan a “[observar el mundo] a través de un agujerito” y a salir transformados con la lectura de un buen libro (Sanz, 2).
Hablo de mi experiencia como profesora, ya que el cuestionamiento respecto a la lectura es una constante en mi trabajo cotidiano. Puedo enumerar muchas razones por las cuales leer, como Marta Sanz enumera las Razones para no leer; puedo pensar también en las justificaciones para leer obras clásicas, como hace Italo Calvino; e incluso, puedo añadir más derechos del lector a los que expone Daniel Pennac en su decálogo. Sin embargo, no siempre se logra convencer a otros de la importancia de la lectura, y parecería hilarante decir que:
Leer es cosa de vida o muerte: ensayo en tres actos y un epílogo
Acto I. Nada. Solo una bruma blanquecina. Silencio. Nada. Una niña sentada en flor de loto. Ella lee. Voz: ¿Por qué lees?
“Leer, amar y soñar no aceptan imperativos” ¿Lo dice Borges o lo dice Pennac? No importa; lo relevante es que el mandato o la súplica no van con estos verbos, definidos desde la libertad. Recuerdo una de mis lecturas a los dieciséis años, La peste de Albert Camus: “¿Para cuándo tenemos que leer ese libro?” Me desconcertó la sorpresa y la interrupción. Tardé en responder que leía la novela porque quería, que no estaba asignada como tarea. Solía saltarme los libros del programa (rebeldía), eso que mandas leer no voy a leerlo. Leer por obligación nunca lo acepté. Debía ser congruente con mis años de emancipación (leer “es una decisión subversiva”) (Sanz, 3). Y frente a la pregunta del padre de una amiga “¿Por qué lees ese libro tan complejo para tu edad?”, pensé “Porque me da la gana”. Me dio la gana sumergirme en una atmósfera extraña y absurda. Entendí muy poco a Camus y lo supe años después que releí La peste; sin embargo, las primeras veces tienen algo mágico, y no cambio esa explosión y descubrimiento que no volvieron a repetirse en mi segunda vez (Sanz, 3).
Acto II. Marguerite lee a solas, recargada en el barandal del transbordador. El hombre chino la observa desde su auto. También leo.
Desperté a la lectura del mismo modo que desperté al sexo: leer me ha hecho un “ser terriblemente táctil, casi sexual” (Sanz, 3)1. Al igual que los mercaderes de los que Marco Polo habla al Gran Kublai Kan, intercambio palabras y con esto memorias. El día que instaure una librería la nombraré Ciudad Eufemia. Los libros circulan de mano en mano, a manera de rito y alrededor de una hoguera; después de un largo viaje y una extensa tarde de mercadeo, el trueque mayor será de historias “que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra” (Calvino, Por qué leer a los clásicos, 15). De este círculo de mercaderes Marco Polo extrajo “tambores, pescado salado, collares de colmillos de jabalí” (Calvino, Las ciudades invisibles, pos 438); yo extraigo sensualidad, placer y vergüenza de las Cartas a Nora Barnacle que un tal James Joyce escribió a su mujer. Leer estas páginas a mis escasos diecinueve años colocó a la lectura en un lugar sagrado y de complicidad; a través de los libros firmé pactos de silencio y, como expresa Sanz, “[viví] otras vidas que de un modo irremediable [empezaron] a formar parte de [mi] propia existencia”. (2)
Algo similar me ocurrió cuando leí a Bataille; El erotismo me hizo comprender el porqué de esa fuerza en mí. Lo mejor fue descubrir el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini en su portada; estudié la primaria y la secundaria en una escuela teresiana y me maravillé de que esa santa perfecta, venerada por monjas y maestras, resultara más afín a mí que a ellas. Me fascinó lo prohibido y lo desconocido, incursioné en Henry Miller y Anaïs Nin; sin embargo, uno de los personajes más entrañables y cercanos en esos tiempos fue la adolescente que protagoniza El amante de Marguerite Duras. No sé si la escritora replica mi vida o mis deseos; la chica dedica sus tardes a tres grandes placeres: amar, leer y escribir.
Cesare Pavese dice que “los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un condenado” (14). ¡Estoy salvada! Amo a los libros y amo a los hombres; me adentro en los personajes que, como dice Calvino en su argumentación a favor de los clásicos, continúan reencarnándose hasta nuestros días (15). A través de las palabras, la memoria y la imaginación de otros, me doy la libertad de habitar la existencia de mis congéneres; y es que la lectura abre la mente a diversas perspectivas desde las cuales se interpreta el mundo y a uno mismo, cosa que provee humildad y respeto al reconocernos en el otro, al distinguir eso que difiere de mí por historia y por contexto. Los libros me dan la oportunidad de no quedarme con una sola mirada, ni renunciar a la diversidad de perspectivas desde las cuales se experimenta la vida.
Acto III. Un camino a mitad de la nada. Solo un árbol. No tiene hojas. Dos hombres esperan, y mientras esperan narran sus recuerdos.
Frente al tedio, frente a la rutina, solemos llenar los días de cosas inútiles. Acto mecánico: estirar el brazo y dirigir el control de TV a la pantalla. Los noticieros repiten una sarta de mentiras (esto lo sabremos sólo si leemos). Se les cree a esos hombres y mujeres de carne y hueso del noticiero, que incluso encontramos en la fila del supermercado (les creemos porque no leemos). ¿Por qué nos resultan más veraces eso profesionistas trajeados y de nombres reconocidos, que un par de vagabundos ficticios que recuerdan sus años maravillosos, mientras intercambian sombreros y esperan? Es un hecho: si leemos, sabremos que Godot nunca llegará; pero, también sabremos que Vladimir y Estragón son tan reales como cualquier persona.
Irene Vallejo, en El infinito en un junco, cuenta cuando las musas le otorgaron a Hesíodo el don de la poesía: “Sabemos contar mentiras que parecen verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad” (381). Los libros me ofrecen verdades contundentes; no por ser ficción es menos creíble que Winston Smith edite noticias en el Ministerio de la Verdad. Leer entonces obliga a llevar un diario que se escribe alejado de la pantalla, ahí donde no alcanza la vista del Big Brother; un diario que se oculta en el muro, tras un ladrillo flojo.
Epílogo: Once amigos memorizan el “Réquiem” de Anna. 1 de abril de 1957. Leningrado. Mujer 1: ¿Y usted podría describir esto? Mujer 2: Sí, puedo.
Dice Pavese: “Se habla de libros. Y se sabe que los libros, cuanto más pura y llana es su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien los ha escrito. Es inútil, por lo tanto, esperar sondearlos sin pagar nada. Leer no es fácil.” (15) Escribir es un acto de resistencia. Quien lee, resiste junto al escritor.
Stalin sentenció a muerte a Mandelstam por uno de sus versos: “Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies.”2 Anna corrió el riesgo de visitar a Ósip durante los años previos a su ejecución, tiempo en que el poeta continuó escribiendo. Los poetas resistieron a través de la escritura y también de su mutua lectura. Leer el Réquiem de Anna Ajmátova es estar frente a una de las obras literarias que retratan la tragedia del pueblo ruso bajo el régimen estalinista, pero sobre todo es ser testigo del profundo dolor humano:
Aprendí cómo puede deshojarse un rostro,
Cómo entre los párpados asoma el espanto,
Y el sufrimiento graba las mejillas,
Como tablillas de escritura cuneiforme.
(Réquiem, 55)
Es gracias a estos libros que tocan las más profundas fibras humanas, estos libros que se imponen al poder que destruye y a la injusticia, estos textos que rescatan la belleza en medio del terror, es gracias a ellos entonces que confirmo mi camino: leer, escribir, compartir lecturas. Quizá algún día pueda repetir la siguiente historia: En las aulas de una escuela secundaria francesa, la profesora Cécile Ladjali prepara a los chicos para esto tan extremo que llamamos vida: con apoyo del célebre George Steiner, y después de haber leído a los grandes poetas de la lengua francesa, unos veinte alumnos escriben su primera antología de poesía juvenil.3
Notas 1 El tachado es mío; el adverbio me limita. 2 Prólogo de José Manuel Prieto al Réquiem de Anna Ajmátova, p. 13. 3 Esta experiencia que considero hermosa y vital, puede leerse en las conversaciones entre Steiner y Ladjali en el Elogio de la transmisión, publicado por Ediciones Siruela.
Bibliografía AJMÁTOVA, A. (1997). Réquiem. UIA/Artes de México, Colección Poesía y Poética. México. CALVINO, I. (1992). Por qué leer a los clásicos. Tusquets Editores. Barcelona. CALVINO, I. (2012). Las ciudades invisibles. Ediciones Siruela. Edición en formato digital. Madrid. DUFOURMANTELLE, A. (2019). “Arriesgarse a la palabra” en Elogio del riesgo. Nocturna editora & Paraíso editores. Buenos Aires. PAVESE, Cesare. (1994). “Leer” en El oficio de poeta. UIA, Colección Poesía y Poética. México. SANZ, M. Razones para no leer. Formato PDF. VALLEJO, I. (2019). El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo. Ediciones Siruela. Edición en formato digital. Madrid.